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La reforma que me reformó a mí

Cambiar las paredes de mi casa terminó cambiándome a mí. Esta frase que podría ser un eslogan publicitario, podríamos decir que se trata del de mi vida. Os cuento lo que me ha pasado por si alguno de los que estáis leyendo este artículo os puede servir.

Durante años viví en el mismo piso, un tercero sin ascensor. El típico piso heredado de tus padres, que es algo que agradeces, pero que perfectamente se podría rodar en él algún capítulo de la serie Cuéntame, la serie que ha marcado a toda una generación.

Era el típico piso donde todo era “funcional”, sí, pero nada me inspiraba, nada me llenaba de ilusión. Vivía rodeado de cosas que ya no me representaban, aunque es cierto que me costaba mucho cambiarlas. No sé si era por pereza o por respeto a la figura de mis padres.

Hasta que un día, sin saber por qué, algo dentro de mí dijo que ya era el momento de cambiar. Fue una tarde de domingo. Cuando eran las 6 de la tarde, pero en mi casa parecía que eran las doce porque ya no entraba ni luz. Esa fue la gota que colmó el vaso.
Esa sensación me empujó a tomar una decisión que cambió mi vida: reformar mi casa.

Es cierto que al principio no sabía por dónde empezar. Solo tenía claro que quería luz, amplitud y estar feliz. Me puse en contacto con una empresa de interiorismo, Bayel Tecnics, recomendada por una amiga. Recuerdo que en la primera visita, el diseñador Sebastián Bayona, que fue un encanto, me preguntó:
—¿Cómo quieres sentirte cuando entres a casa?
La verdad es que es una pregunta que nunca me había hecho, pero que era el quid de la cuestión.

A partir de ahí, todo cambió.

Las primeras semanas fueron un poco complicadas. Había el típico ruido, polvo, cajas por todas partes. Pero, curiosamente, empecé a notar algo dentro de mí, es como, y me pongo un poco ñoño y romántico, algo también se moviera, el pilar de mi vida.

El salón fue el primer gran cambio. Tiramos un muro que lo separaba de la cocina y, de repente, la luz entró a raudales. Cocinar mientras veía el atardecer, invitar amigos y sentir que había espacio para todos… fue una sensación nueva. Antes ni me atrevía a invitar a amigos a cenar porque eso parecía Mordor.

El dormitorio

Luego vino el dormitorio. Quité el armario enorme y oscuro que me había acompañado media vida y opté por uno empotrado, blanco, con líneas simples. Pinté las paredes de un gris suave y cambié las cortinas por visillos ligeros. Esa habitación se convirtió en mi refugio. Dormía mejor. Me levantaba con más energía. Hasta mi humor cambió.

Y es que no es casualidad todo esto que me estaba pasando. Leí más tarde que los espacios influyen directamente en nuestro estado de ánimo. Los colores, la luz natural, la distribución… todo impacta en cómo pensamos y sentimos. Mi casa pasó de ser un lugar donde simplemente “vivía” a ser un entorno que me cuidaba.

Durante la reforma también aprendí algo importante: soltar cuesta, pero al final es la mejor manera de estar libre.
Me deshice de muebles que tenía solo por costumbre o que, como os decía, me recordaban a mis padres. De recuerdos materiales que ya no tenían sentido. Y en ese proceso descubrí que aferrarme a lo antiguo no me dejaba avanzar. Al dejar espacio físico, también dejé espacio emocional.

Hoy, cuando abro la puerta de mi casa, siento algo que antes no sentía: paz.
Hay plantas por todas partes, una alfombra que me hace sonreír cada vez que la piso descalzo, y un rincón junto a la ventana donde leo cada mañana. Pequeños detalles, sí, pero que cambian el ritmo de mis días.

No exagero si digo que reformar mi casa fue una de las mejores decisiones de mi vida. No solo tengo una vivienda más bonita y funcional; tengo una vida más plena. La verdad es que soy una persona nueva, como esos que dejan de fumar o que se apuntan a un gimnasio.

Ahora entiendo que cuando cuidamos el lugar donde vivimos, ese lugar nos cuida a nosotros.
Las paredes, los colores, la luz… todo tiene un lenguaje. Y cuando ese lenguaje te dice “bienvenido a casa”, sabes que has hecho las paces con algo más profundo que el espacio: contigo mismo.

Por eso, cuando alguien me pregunta si vale la pena meterse en obras, siempre respondo lo mismo:
—No solo vale la pena. Vale la vida. Y perdón que termine de una forma tan trascendental, pero es que esto es así.

 

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